Mi regreso ~ Bogotá 1995
En noviembre 1980, cuando tenía 11 años – fui adoptado de la Fundación Los Pisingos por una madre soltera norteamericana – mi nombre de pila cambió a Marc Langdon Nash. Estoy orgulloso de mi nombre anglicado, de mi nuevo país y de mi nueva cultura. Tras dieciséis años en el vasto país norteño, un mundo soñado por muchos colombianos, he pasado por un proceso de transformación, de transculturación que muchos podrían llamar americanización. Esta “americanización” es perceptible en los ámbitos lingüístico y cultural. Es decir, estoy agringado porque llegué a una ciudad del estado de Michigan donde no conocía a ningún hispanohablante, y por casi una década, no tuve la oportunidad de practicar mi español y tuve que asimilarme a mi nueva cultura e idioma. Sin embargo, estoy sumamente orgulloso de mis orígenes colombianos.
Agradezco infinitamente a Los Pisingos que me haya proveído una nueva madre en Estados Unidos. Mi nueva madre me trató bien los primeros dos años, al entrar en la adolescencia, tuvimos una relación conflictiva y a los 16 años, ya me había independizado de ella. La sociedad estadounidense me ha dado la oportunidad de convertirme en un joven exitoso, ingenioso y emprendedor. Mi vida en “Gringolandia” ha sido placentera, aunque he tenido que luchar duro por todos mis logros al quedarme nuevamente sin familia en plena adolescencia. En la cultura estadounidense, si se tiene la voluntad, el poder y la determinación, “el sueño americano” (i.e. la oportunidad) puede realizarse. En la tierra de las oportunidades, cada cual establece sus límites y obstáculos. Hasta hoy en día, estoy sumamente agradecido al Programa de Adopción de Los Pisingos, y aún más orgulloso de que haya sido adoptado a EE.UU.
Transcurrido un tiempo y entrado ya en la primera adultez universitaria, con algunas dificultades, definí el rumbo que tomaría mi vida profesional: decidí convertirme en profesor de español para enfocarme en la gente, la literatura y la cultura exótica de los países hispanohablantes. Se trató, por supuesto, de la opción más lógica ya que tengo herencia rola colombiana. Se preguntará, ¿por qué regresé si todo era tan maravilloso allá?
La respuesta es simple. Se origina en los sentimientos que compartimos muchos latinoamericanos en los Estados Unidos, a saber el deseo de encontrar nuestras raíces. Regresé para juzgar a Colombia por lo que es y a pesar de la propaganda negativa sesgada que mi nuevo país le ha dado con el conflicto de la “guerra contra las drogas.” También regresé para ganar experiencia en el campo profesional que he escogido. Aunque no lo crea, una vez uno se expone a la cultura de origen, no para de pensar en ella y siempre quiere regresar para integrarla en lo más profundo del alma. Es la llamada añoranza.
Como Colombia ha vuelto a ser parte de mi corazón, les contaré cómo logré el regreso.
En la primavera de 1995, dos hermanas colombianas fueron a Michigan para reclutar a profesores que enseñarían en un prestigioso colegio bilingüe en Bogotá. Aproveché la ocasión para entrevistarme con ellas. Como si estuviese destinado a ello, firmé un contrato de un año para comenzar el 1º de agosto de 1995.
Llegué a Santafé de Bogotá un día lluvioso. No tuve más remedio que acostumbrarme a la lluvia. Los trancones de tránsito, los agujeros en las carreteras, la basura, la conducción negligente
negligente, las ventanas enrejadas son cosas a las que me he acostumbrado. Por haber vivido en otros países hispanoamericanos recientemente, la cultura, la arquitectura y la lengua no me sorprendieron. Claro, ¡cómo se me iban a olvidar los primeros 11 años de mi niñez en las calles bogotanas! Al salir de niño y regresar 16 años después, la mente naturalmente olvida mucho, sobre todo en una ciudad en fuga y constante cambio como es el caso de Bogotá.
Durante las primeras semanas, traté de revivir mi pasado visitando lugares conocidos. Mi madre adoptiva guardó muchos de los documentos de la adopción en un álbum. Yo recordaba la mayoría de los nombres de los lugares donde había vivido. El álbum de adopción me proveyó fechas y direcciones. El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) me ubicó en el orfanato Fundación Los Pisingos el 4 de junio de 1980 con miras a la adopción. Según otro documento, estuve hospedado en Los Hogares Infantiles Sesquilé del 7 de abril de 1976 al 10 de agosto de 1978 en las montañas del departamento de Cundinamarca, en las afueras de Bogotá. Sesquilé es la institución que mejor recuerdo porque fue mi primer albergue. Allí, me hospedé tras haber vivido en las calles como un gamín, y porque estuve allí durante casi dos años. Fui testigo ocular cuando dos de mis compañeros se ahogaron en las aguas heladas del sagrado Lago Guatavita, fuente del legendario El Dorado.
Fui nuevamente trasladado a Bogotá por el ICBF a los Albergues Infantiles Santísima Trinidad el 14 de enero de 1979. Me gustó mucho Santísima Trinidad porque era una casa grande en un vecindario bonito y teníamos una vida normal y libre. Íbamos a la escuela como todos los otros niños. El albergue era administrado por sacerdotes españoles. Eran muy amables con nosotros, los huérfanos. Pasé una breve estadía en un albergue infantil que se llamaba “Michín” en Bogotá, aunque no tengo ningún documento de mi paso por allí. Nunca olvidé su nombre porque me recordaba a un gatito y al llegar a Michigan las primeras dos sílabas del estado y la famosa compañía de llantas “Michelin” mantuvieron el nombre vivo por la semejanza fonética entre los nombres y su pronunciación.
La mayoría de los lugares de mi infancia habían dejado el paso a complejos de viviendas con grandes torres, incluyendo los locales de Los Pisingos en Santa Ana. Me asigné la misión de encontrar sus nuevos locales. En el transcurso de mi búsqueda, intenté dar con el número de teléfono de su fundadora, Rosita de Escobar. Para mi gran sorpresa y decepción, había muchísimas páginas para el apellido Escobar y demasiadas Rosas de Escobar. Mi única opción para encontrarla era encontrar los nuevos locales de Los Pisingos. Las Páginas Amarillas fueron mi salvación. Sin vacilar, llamé y expliqué a una dama amable que era un “hijo pródigo” de Los Pisingos. Afortunadamente, Rosita estaba también allí. Hablé brevemente y concerté una cita para el día siguiente en la Fundación.
En agosto de 1995, dieciséis años más tarde, regresé al establecimiento que me aseguró una nueva vida en los Estados Unidos. Esta era la prueba de que había vivido antes aquí porque resulta difícil creerlo cuando se escucha mi español con tono de gringo y poco de bogotano. Rosita no había envejecido, la nueva fundación era inmensa y hermosa. Para mi sorpresa, parte del personal no había cambiado: Teresa, Eva, Gloria, Nora y Rosita. Todas me reconocieron y me dieron una bienvenida calurosa. Eva no tenía idea de quién era pero le ayudé a recordar describiéndole cómo hacía llorar a su hija Mónica. Me sorprendió encontrar en la pared una foto que no me gustaba en la que aparezco con dientes de conejo y un suéter café con un copo de nieve enorme. La envió mi madre cuando cumplí once años. Me enseñaron el expediente de la adopción y un álbum de fotos. Fue un momento muy emotivo. La Fundación Los Pisongos fue mi hogar por seis meses.
Desde entonces, he conocido más personas en Los Pisingos y me he mantenido en contacto mediante visitas periódicas durante el año pasado ya que este fue mi alberque y ‘familia’ en 1980. Quizás, de alguna manera particular todavía lo son. Le dieron a mi regreso un sentido muy especial y me ayudó a aclarar el proceso de la adopción y como había llegado a la Fundación.
Luego, me enteré de las controversias que rodean la adopción en Colombia. Parece que mucha gente está desinformada sobre el cuidado, el profesionalismo y el trabajo meticuloso que requiere la adopción, especialmente en Los Pisingos donde hay un seguimiento durante y después de un año completo a la familia adoptiva. Algunos creen que la adopción es una especie de contrabando de niños. Otros creen, partiendo de fuentes de dudosa fiabilidad, que los niños adoptados son usados en experimentos científicos en EE.UU.
Es absurdo y, por supuesto, me sorprendió aunque encaja en la mentalidad de la “guerra fría” que existía entre Colombia y Estados Unidos. El dilema de la extradición, la nueva constitución de 1991, las acusaciones contra el presidente Samper y el proceso 8.000 y las decertificaciones contra Colombia en los años 90 por parte de mi nuevo país en su “guerra contra las drogas” y las acusaciones de narco-democracia que pesaban sobre Colombia. Esa paranoia e ignorancia es común allí donde el sistema no logra informar y educar a la ciudadanía en ambos países por cuestiones políticas en cuanto a imagen. Bogotá no era la ciudad primitiva con taparrabos, calles polvorientas, marranos y gallinas sueltos por las calles conviviendo con la gente. La violencia o guerra civil, no era tan visible como la pintaban en los medios y las películas de Hollywood.
Desde el mes de marzo de 1996, he estado ayudando a Los Pisingos a arrojar un poco de luz sobre los beneficios de la adopción tanto para las madres como para las familias adoptivas. Con la ayuda de los medios de comunicación, estamos concienciando a la gente sobre el profesionalismo y trabajo arduo que implica la adopción.
Hasta ahora, he hablado dos veces y hablaré nuevamente en el Hogar Materno. Es un hogar para mujeres embarazadas auspiciado por la Fundación Los Pisingos. El propósito de este hogar, con capacidad para acoger a cuarenta mujeres embarazadas, es ayudarlas y brindarles apoyo médico, moral, sicológico, económico y educativo para garantizar el bienestar de los niños que cargan en su vientre. Este hogar constituye una alternativa para madres solteras que atraviesan por una situación desesperada y de precariedad ya que, de otra manera, se verían obligadas a tomar la trágica decisión de abortar poniendo su vida en riesgo. Muchas madres se dan cuenta de que este apoyo es temporero y que, a la larga, ellas no podrán subvenir a las necesidades de sus criaturas. De esta manera, pueden decidir libremente si la adopción mediante el programa de adopción de Los Pisingos es una alternativa para ellas.
Cuando las madres solteras toman esta difícil decisión, atraviesan por un período de tensión, de tristeza y de preocupación con relación al niño que han cedido. Algunas preocupaciones de estas madres se reflejan en las preguntas que me han formulado: “¿Qué pensará Dios de ellas?; si el niño las odiará o las juzgará; si el niño adoptado crece estable por el hecho de ser adoptado; ¿qué pienso yo de Los Pisingos?; si yo consideraría adoptar o dar en adopción en condiciones similares; si yo consideraría trabajar en un centro de adopción,” entre otras preguntas similares.
He participado – en dos ocasiones – en programas de radio y dos veces en programas de televisión. En todos estos programas informativos, tuve el honor de hablar sobre mi madre adoptiva, mi vida, mis sentimientos sobre la adopción y sobre el porqué de mi regreso a Colombia.
Para mí, la adopción es un acto de amor tanto de parte de los adoptantes como de las madres que ceden a sus hijos. La adopción es una alternativa al aborto. La adopción es un acto honroso y admirable. La adopción le provee al niño la oportunidad de convertirse en un ser productivo en la sociedad. Mediante la adopción, se le provee un hogar lleno de amor a un niño que carece de él. Mediante la adopción las familias colombianas y aquellas del extranjero serán felices y estarán completas.
Por todos estos actos nobles, le recomiendo a cualquiera que lea este texto, especialmente a los padres adoptivos de Los Pisingos, a que ayude en esta lucha contra la ignorancia que rodea el tema de la adopción. Puede ayudar hablando a favor de la Fundación Los Pisingos y enviando cartas de apoyo a esta justa causa. Además, para estar al tanto de las realizaciones encomiables y todos sus programas, le sugiero que lea su portal electrónico y así puede ver los logros maravillosos de la Fundación Los Pisingos en Internet y cómo ellos ayudan a niños en situaciones de abandono, maltrato, peligro físico o moral, al brindarles una nueva familia y un mejor futuro, como fue mi caso al ser adoptado en 1980.